lunes, 13 de septiembre de 2010

Capítulo XXIII: Los otros…

La oscuridad era dulce. Insonora. El alma de Ramón no sentía absolutamente nada. Ni tan siquiera soñaba que estaba en una isla paradisíaca bebiendo zumo de coco. Pero afortunadamente no se trataba de una oscuridad eterna. La penumbra mental fue recuperando terreno y una luz, un pequeño faro, se encendió en la negrura de su nada. Ramón notó que la rodilla le estallaba de dolor. Trató de removerse, buscando el foco de su terrible mal, pero alguien le sujetó con fuerza. Se trataba de unas manazas enormes. Pero sólo pudo ver una gran mancha multicolor. ¿Dónde estaban sus jodidas gafas? Sintió algo en sus labios. El beso de una medicina amarga, y después algo de agua. Una voz lejana le dijo: Bebe, Ramón… Te sentirás mejor. Tragó porque quería creer en la voz. Pero el dolor era tan intenso que desconectó su espíritu. Y volvió la nada…


En lo alto de El Faro, en un fantástico espacio donde se podía ver gran parte del maravilloso territorio que les rodeaba, Jose seguía atento a las extrañas imágenes que iban apareciendo en el ordenador. Imágenes de amigos, compañeros o simplemente viajeros del avión accidentado. Imágenes de todos ellos durmiendo plácidamente. Se repetían secuencialmente. Y cuando alguno de sus amigos, compañeros o viajeros del avión moría en la isla, automáticamente aparecía su rostro en la nueva secuencia de imágenes. Era un aterrador y cruel inventario del dolor que sufrían en cada pérdida. Al lado de Jose, en una improvisada y rústica cama, Ferran descansaba tranquilamente, esperando la próxima guardia. Ellos eran los encargados de garantizar la salud de sus compañeros heridos o enfermos, mediante el sorprendente video juego que cada doce horas se ponía en funcionamiento. Así le estaban salvando la vida a Ramón… de momento.

Cuando Susu entró a traer el desayuno a sus colegas, Jose le regaló una sonrisa de absoluto cansancio. Ferran roncaba un poquito. Ya llevaban algunas semanas en aquella isla, abandonados a su suerte y el apoyo moral entre ellos era imprescindible. En todo ese tiempo, nadie había escuchado aviones de reconocimiento ni nada parecido. Muchos de los pasajeros habían muerto en el accidente y otros estaban heridos de diversa gravedad. Había costado muchísimo organizarlo todo, enterrar a los muertos, curar a los heridos, conseguir agua potable, alimentos… Fue un milagro encontrar El Faro. La planta baja servía de cobijo para los más enfermos pero además tenía una despensa cojonuda que estaba salvando vidas.

Ramón abrió los ojos y vio un ventanal enorme con vistas al mar. Giró un poco su cabeza hacia la izquierda y pudo constatar que había alguien reposando relativamente cerca de él. Pero aquel tipo, con las gafas de sol puestas y algo parecido a una ramita en la comisura de los labios no parecía grave. Roncaba. Un segundo después descubrió a un hombre que, aún sentado, le parecía del tamaño de un gigante y una mujer de un tamaño más habitual que, con una taza en sus manos, daba pequeños sorbitos a alguna bebida. Ramón trató de recordar quién era. Trató de descubrir entre la bruma de su mente cómo había ido a parar a ese lugar. Quiso descubrir si podía moverse. Y con un gesto bastante rápido, para alguien que había estado en coma durante días, se quedó sentado en su camastro, dando un sobresalto importante a Susu y Jose.

- ¿Dónde coño estoy? – preguntó con el consiguiente ataque de tos que casi le mata.

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