martes, 14 de septiembre de 2010

Capítulo XXIV: Velas, sueños y cristales blindados…

Mi regreso al mundo de las percepciones fue intenso. Fue como estar en el epicentro de un pequeño terremoto provocado por melones. Grandes melones. Melones verdes. Hugo me agarraba con ambas manos la cabeza, sacudiéndola con fuerza. La cabeza. Su me iba remojando la cara con agua salada del mar que torturaba mis lagrimales injustamente. Mientras, Joana les gritaba preocupada, al no tener claro todavía si nuestros colegas de excursión trataban de reanimarme o rematarme.

Al ver que reaccionaba positivamente a todos sus estímulos, vomitando algo de sangre, Joana se tranquilizó. Trataron de levantarme con una dosis algo justita de cariño. Hugo me agarraba por la cintura del cinturón y Su tiraba de mi brazo izquierdo como si quisiera quedarse con él, mientras Joana me daba mis gafas de moderno. El mundo se hizo nítido. Coño, y además estaba de nuevo en posición vertical. Un poco mareado. Vivo. Contento. Pude ver por primera vez el cadáver del gigantesco mosquito y un escalofrío recorrió toda mi bragueta.

Retomamos el camino hacia la misteriosa luz descubierta por Joana, con Hugo y Su relatándome la titánica lucha contra el mosquito y el ataque final y mortal que, según la versión, padecía algunos cambios sustanciales. Joana repetía constantemente “¡pero qué mentirosos!”, “¡sois unos exagerados!” o “¿falta mucho?”. Yo me divertía escuchando a Hugo explicarme detalladamente cómo descubrió que se trataba de un mosquito macho, o a Su relatando su ya famoso ataque Bonsai. Justo en ese momento, una fuerza espiritual me obligó a mirar mi reloj. Pasaba un minuto de la medianoche. Era 15 de septiembre.

- Un momento – dije con la calma del que sabe que sabe una cosa que los demás no saben. Y me puse a buscar en una de las cremalleras de mi mochila. Hice que Hugo se diera la vuelta a regañadientes, mirando hacia el mar y le di una vela con forma de 3 a Su y otra con forma de 0 a Joana. Les hice las típicas señas correspondientes al mensaje “Hugo cumple 30 años” pero el código no fue bien interpretado y ambas le pegaron un mordisco a su vela.

- ¿Pero que coño estáis haciendo? – pregunté educadamente mientras trataba de recuperar la parte de los números que afortunadamente habían escupido.

Hugo estaba impaciente por los insultos que escuchaba y dejamos que se sentara en la orilla, remojándose los pies mientras nosotros restaurábamos con un mechero las velas del 3 y del 0. Aunque jamás recobraron la bonita forma original, se podía intuir lo que habían sido. Unos putos números. Encendí ambas velas y en una coreografía no ensayada le cantamos a Hugo uno de los cumpleaños feliz más desafinados de toda la historia. Él no pudo evitar que se le escapara una lágrima porque estábamos ridículos y porque siempre había soñado con una tarta de arándanos.

- Pues arándanos hacia el faro, joder – dije ejecutando el juego de palabras más idiota de la historia.

Y fue entonces cuando me rompí la nariz contra nada y caí de espaldas sobre la arena ante la mirada atónita de mis colegas.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Capítulo XXIII: Los otros…

La oscuridad era dulce. Insonora. El alma de Ramón no sentía absolutamente nada. Ni tan siquiera soñaba que estaba en una isla paradisíaca bebiendo zumo de coco. Pero afortunadamente no se trataba de una oscuridad eterna. La penumbra mental fue recuperando terreno y una luz, un pequeño faro, se encendió en la negrura de su nada. Ramón notó que la rodilla le estallaba de dolor. Trató de removerse, buscando el foco de su terrible mal, pero alguien le sujetó con fuerza. Se trataba de unas manazas enormes. Pero sólo pudo ver una gran mancha multicolor. ¿Dónde estaban sus jodidas gafas? Sintió algo en sus labios. El beso de una medicina amarga, y después algo de agua. Una voz lejana le dijo: Bebe, Ramón… Te sentirás mejor. Tragó porque quería creer en la voz. Pero el dolor era tan intenso que desconectó su espíritu. Y volvió la nada…


En lo alto de El Faro, en un fantástico espacio donde se podía ver gran parte del maravilloso territorio que les rodeaba, Jose seguía atento a las extrañas imágenes que iban apareciendo en el ordenador. Imágenes de amigos, compañeros o simplemente viajeros del avión accidentado. Imágenes de todos ellos durmiendo plácidamente. Se repetían secuencialmente. Y cuando alguno de sus amigos, compañeros o viajeros del avión moría en la isla, automáticamente aparecía su rostro en la nueva secuencia de imágenes. Era un aterrador y cruel inventario del dolor que sufrían en cada pérdida. Al lado de Jose, en una improvisada y rústica cama, Ferran descansaba tranquilamente, esperando la próxima guardia. Ellos eran los encargados de garantizar la salud de sus compañeros heridos o enfermos, mediante el sorprendente video juego que cada doce horas se ponía en funcionamiento. Así le estaban salvando la vida a Ramón… de momento.

Cuando Susu entró a traer el desayuno a sus colegas, Jose le regaló una sonrisa de absoluto cansancio. Ferran roncaba un poquito. Ya llevaban algunas semanas en aquella isla, abandonados a su suerte y el apoyo moral entre ellos era imprescindible. En todo ese tiempo, nadie había escuchado aviones de reconocimiento ni nada parecido. Muchos de los pasajeros habían muerto en el accidente y otros estaban heridos de diversa gravedad. Había costado muchísimo organizarlo todo, enterrar a los muertos, curar a los heridos, conseguir agua potable, alimentos… Fue un milagro encontrar El Faro. La planta baja servía de cobijo para los más enfermos pero además tenía una despensa cojonuda que estaba salvando vidas.

Ramón abrió los ojos y vio un ventanal enorme con vistas al mar. Giró un poco su cabeza hacia la izquierda y pudo constatar que había alguien reposando relativamente cerca de él. Pero aquel tipo, con las gafas de sol puestas y algo parecido a una ramita en la comisura de los labios no parecía grave. Roncaba. Un segundo después descubrió a un hombre que, aún sentado, le parecía del tamaño de un gigante y una mujer de un tamaño más habitual que, con una taza en sus manos, daba pequeños sorbitos a alguna bebida. Ramón trató de recordar quién era. Trató de descubrir entre la bruma de su mente cómo había ido a parar a ese lugar. Quiso descubrir si podía moverse. Y con un gesto bastante rápido, para alguien que había estado en coma durante días, se quedó sentado en su camastro, dando un sobresalto importante a Susu y Jose.

- ¿Dónde coño estoy? – preguntó con el consiguiente ataque de tos que casi le mata.

martes, 24 de agosto de 2010

Capítulo XXII: Soñando despierto…

El negro se fue fundiendo lentamente en blanco. Yo estaba aturdido. Recordaba muy levemente el impacto contra un insecto gigante. Mi cara contra la fría arena de la noche. Y nada más. Miré hacia el techo. Era la cosa más blanca que había visto en toda mi vida. Un hospital. Nos habían rescatado. Joder. Nos habían rescatado y estábamos en un hospital. La emoción a punto estuvo de robarme una lágrima pero antes me apresuré a ver quién coño estaba a mi alrededor. Traté de levantarme, de incorporarme, pero estaba sujeto por las muñecas a la cama. ¿Es que tengo cara de autolesionarme?

Giré la cabeza a mi derecha y pude ver a Hugo. Estaba dormido, cubierto hasta el pecho por una sábana tan blanca como el techo. No parecía malherido ni tenía conectado suero o cualquier otro aparato que pudiera indicar algo jodido. Respiraba plácidamente. Giré la cabeza al otro lado y pude ver a Juan. También estaba dormido y tapado por una sábana blanca. Pero… ¿Qué coño hacía Juan allí? Mierda, mierda, mierda… ¡Eso era imposible! Habíamos encontrado a Juan muerto y con su cabeza hicimos… Mierda, mierda, mierda… No podía ser. ¿Qué demonios estaba pasando?

Vale. Traté de ordenar mis recuerdos. Fuimos a la jodida convención. Y de regreso tuvimos el accidente. La isla. La fotocopiadora. La cabeza de Juan. La fiesta de cumpleaños. Núria. Un dinosaurio. Mis hermanos. Mis colegas. La luz del faro. La puta abeja gigante o lo que demonios fuera. Y ahora el hospital. Y Juan con la cabeza pegada al cuerpo. ¿Había sido todo un sueño? ¿Estaba soñando ahora? La cabeza empezó a dolerme un poco. Miré de nuevo a Juan. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Él también estaba mirándome fijamente.

- Hola – dije esperando que volviera a dormirse.
- Hola – contestó secamente.
- Lo siento, tío… Pensábamos que estabas muerto porque tenías la cabeza separada del cuerpo y… Joder, tío. Lo siento mucho. Estabas hecho un puzzle – traté de justificarme patéticamente.
- ¿Qué has estado bebiendo en mi ausencia? Estás fatal. Lo sabes ¿no? – contestó él con su habitual parsimonia.
- ¿No te acuerdas de nada? – pregunté esperanzado.
- Recuerdo que estábamos en el avión, de regreso a Barcelona. Recuerdo una luz blanca. Gritos. Un golpe seco. Oscuridad. Y tu cara mirándome con ojos de búho. Ha sido un despertar duro, sinceramente.
- Fuimos a parar a una playa, tío. El avión quedó hecho pedazos. Te encontramos en mal estado. De hecho, estabas decapitado… - dije tratando de no emocionarme demasiado.
- Y un gran equipo de cirujanos me ha pegado la cabeza estupendamente. Soy afortunado de poder mantener una magnífica conversación con un chalado como tú. ¿Puedes ver desde allí cuantos puntos me han puesto? – preguntó con algo de cinismo hiriente.
- No tienes puntos, Juan. Tu jodido cuello está intacto – respondí.
- Lástima. Las cicatrices siempre han tenido mucho éxito entre las chicas guapas – aventuró él meditando en voz alta.

La cabeza me estaba doliendo exponencialmente por segundos. Tuve que cerrar los ojos. El dolor se agudizaba tanto que no pude seguir escuchando lo que Juan me estaba contando. Me decía algo sobre un pase VIP de Bikini justo antes de oír claramente la voz angelical:

- Duerme, David. Debes descansar…

domingo, 22 de agosto de 2010

Capítulo XXI: Sonidos de cacahuete misteriosos…

Esther escuchó un ruido. Un ruido de esos que no te deja dormir. Era como si algo o alguien estuviera masticando cacahuetes a su lado. Demasiado cerca de su oreja como para soñar con los angelitos. Descartó a Ariadna de inmediato porque sabía que era alérgica a los frutos secos. ¿O era su hermano el alérgico? ¿Por qué una espesa nube se había instaurado en sus pensamientos? ¿Por qué todo parecía tan irreal?

Abrió los ojos y no vio absolutamente nada. Nada. Ni posible roedor, ni inexplicable monstruo, ni amigos, ni campamento… nada. Estaba echada en el suelo de una playa solitaria junto a un mar demasiado sereno. Se incorporó asustada y observó lo más rápido que pudo todo su alrededor. Su mente trabajaba lo más deprisa que podía, tratando de buscar una respuesta a una pregunta no formulada correctamente. No hacía frío. No soplaba el viento. No había olas. Era como si el tiempo se hubiera detenido. Como si estuviera encerrada en un abandonado rincón del universo. Era escalofriante.

El leve sonido que de repente escuchó, la puso en alerta roja. A unos 50 metros pudo ver la fotocopiadora que habían encontrado y una silueta irreconocible, a esa distancia, andaba pegada al artilugio. Se acercó lentamente porque había visto muchas películas de terror y sabía que correr nunca era una opción.

- ¿Ariadna? ¿Eres tú? – preguntó con un hilo de voz a la silueta.
- Sí – respondió una voz familiar sin apenas girarse.
- ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está todo el mundo? – inquirió de nuevo Esther.
- ¿Tengo cara de llevar las cuentas en esta jodida isla? – replicó Ariadna más arisca de lo común.
- ¿Ariadna? ¿Seguro que eres tú? – repitió una vez más Esther.
- No. Soy el espíritu de las Navidades Futuras que ha venido a fotocopiar a su puta madre – respondió Ariadna con la voz entre algo tomada y diabólica.

Fue entonces, a escasos 6 metros, cuando Esther supo que algo andaba mal. El sentido del humor de Ariadna nunca había sido tan sofisticado y además, su amiga, no había dicho nunca jamás tantos tacos seguidos en un intervalo de tiempo tan pequeño.

- Ariadna, gírate inmediatamente. Quiero verte la cara – ordenó acojonada.
- Creo que no es una buena idea – respondió su amiga.
- ¿Por qué salen tantas hojas de la fotocopiadora? ¿Dónde están todos? ¡Maldita seas! ¡Te he dicho que te gires! – gritó dejando a un lado la cordura.
- En eso, ves, ya estamos de acuerdo… estoy maldita – dijo girándose de repente y mostrando las caras fotocopiadas de su hermano David y de Hugo, descansando en paz. El rostro de Ariadna era diabólico, sus ojos rojos como antorchas, su sonrisa podía congelar whisky…
- Si te acercas un paso más te lleno la cara de arena, hija de puta del Infierno – dijo Esther mientras se agachaba temerosa de su suerte.

Ariadna, en un flop, se transformó en un enorme puma que voló literalmente sobre la yugular de Esther, mientras ésta regalaba a la noche uno de los gritos de terror más impresionantes de la historia de la humanidad.

- ¡Aaaaaaahhh! – gritó Esther incorporándose.
- Joder, Esther… casi me matas del susto – dijo Ariadna temblando.
- Pero ¿qué pasa? – preguntó Núria en estado catatónico.
- Acabo de tener una pesadilla horrorosa. Horrorosa – dijo Esther con un hilo de voz.
- ¿Y era absolutamente necesario compartirla con todos? – sonrió Ariadna, acariciándole la cabeza.

Antes de que Esther pudiera contar a sus amigas el contenido de su pesadilla, el sonido de la fotocopiadora se escuchó alto y claro. Era evidente que algo o alguien estaba haciéndola funcionar de nuevo…

lunes, 16 de agosto de 2010

Capítulo XX: Cielos e infiernos…

Ramón regresaba lentamente a la realidad que llevaba rodeándolo desde hacía 36 años, poco más o menos. Una realidad donde las cosas se podían tocar, oler, degustar, oír. Tardó un par de minutos en darse cuenta que estaba sobre una cama y otros dos en sentir que no podía mover manos ni pies. Trató de incorporar la cabeza con relativo éxito. Todo a su alrededor era de un blanco inmaculado. Y no estaba solo. En los escasos dos segundos que pudo sostener la cabeza, más o menos erguida, pudo comprobar que en el lugar dónde se hallaba había por lo menos media docena de camas, todas ellas ocupadas por gente que parecía dormir.

Trató de levantar de nuevo la cabeza que parecía pesarle un centenar de kilos. No le dolía. Simplemente simulaba estar llena de perdigones de plomo. Esta vez pudo sostenerla hasta cuatro segundos, tiempo suficiente como para darse cuenta que la habitación era circular y que las camas estaban ubicadas impecablemente, como múltiples manecillas de un reloj extraño. Las 12, las 2, las 4, las 6, las 8 y las 10, con los pies de todos en el centro, un centro de unos 12 metros cuadrados, aproximadamente. El escogió ser las 6 porque es un número que siempre le había gustado.

- Debes seguir durmiendo – le dijo la voz de alguien que podía ser un ángel. Y Ramón obedeció.

Isra miraba incrédulo a Marta, Damià y Rubén. Sus amigos, después del gratificante baño en el lago, habían recuperado el cuerpo que tenían a los 10 años de edad, y no estaban precisamente de buen humor. La ropa les venía entre grande y muy grande, y habían perdido la fuerza y musculatura necesaria para volver a la playa sin tener que dormir varias noches en la selva. La situación no era precisamente óptima aunque de peores berenjenales habían salido. Y al menos, Marta parecía haber recuperado las constantes vitales propias de un humano.

- Nos volvemos a la playa – ordenó Damià con su voz de niño.
- Primero debemos encontrar algo por aquí con qué atarte los pantalones, chaval – repuso Isra.
- Me los sujeto con la mano derecha hasta que encontremos una liana o algo parecido – contestó Damià que no pensaba en otra cosa que en volver al campamento y ver la cara de sus hermanos.
- Deberíamos llevarnos algo de esa agua en las cantimploras, chicos. Puede ayudar a los enfermos – dijo Rubén.
- Yo paso de volver a meterme. No quiero que me tengáis que llevar en brazos – respondió Marta.
- ¿Otra vez? – bromeó Isra que ya la había llevado durante parte del trayecto de ida como si fuera un fardo.
- Idiota – sentenció ella, sonriendo.

Isra sabía que era él el único que estaba en condiciones de entrar en el lago sin temor de necesitar pañales al salir. Fue cogiendo una a una todas las cantimploras que habían llevado durante el viaje, 6 en total, y se acercó al lago lentamente. Era sencillamente maravilloso. Entró apenas un par de metros y se sintió mejor que nunca. Sabía que debía llenar las cantimploras muy deprisa, y así lo hizo. Cuando terminó con la última, no pudo evitar echar un trago. Era el agua más rica y más fresca que había tomado en toda su vida. Salió del lago con 5 años menos, sonriendo mucho. Se sentía fuerte. Más fuerte que nunca.

- Nos volvemos para la playa, señores. Señalizaremos el camino porque aquí tenemos que volver – dijo eufórico.
- Yo me he dejado las miguitas de pan en casa, gigantón – contestó Rubén con sarcasmo.
- Lo haremos con un rotulador de punta gorda que siempre llevo cuando voy al bosque – respondió el único adulto del grupo.

Fue entonces cuando un gigantesco tentáculo emergió brutalmente de entre las aguas y agarró a Isra por una de sus piernas y lo arrastró hacia el lago…

sábado, 31 de julio de 2010

Capítulo XIX: Agua bendita...

Isra pensó que jamás había visto un paraje tan maravilloso como ése en toda su vida. Lamentó no tener la cámara de fotografiar. Y no poder compartir ese momento con Meri, que se había quedado en el improvisado campamento por culpa de su desgraciada lesión. Volvió a clavar su mirada en el lago y se sintió feliz. Porque lo más importante de todo era que habían encontrado un lugar con agua dulce, tan grande como paradisíaco.

Damià y sus pensamientos seguían la misma dirección de raciocinio que Isra, pero además tenía muchas ganas de bañarse en esa fantástica réplica del lago azul. Tal vez fue por eso que, cuando Rubén gritó “¡Ornitorrinco el último!”, sus cansadas piernas hicieron un esfuerzo final. En la treintena de metros que les quedaba hasta el agua, en una frenética carrera, pudieron quitarse ropa, caerse, levantarse, empujarse y acabar completamente en pelotas bajo el agua. Damià no recordaba haberse sentido tan bien en toda su vida. Rubén trataba de quitarse una jodida tela de araña de los tobillos que le había hecho caer en dos ocasiones.

Marta miraba aquél espectáculo algo perpleja, sin saber muy bien qué hacer. Le apetecía un baño pero estaba valorando si tanto. Se fue acercando lentamente hasta la orilla y, tras quitarse las zapatillas deportivas, remojó sus cansados pies en aquél agua celestial. Isra también se había acercado al borde del lago y miraba divertido el improvisado recital de “calvos” que estaban ofreciendo sus dos colegas en el agua. No los había visto tan felices nunca, claro que tan solo se conocían desde hacía algunos días. Pero era bonito ver cómo jugaban y gritaban en el agua como niños…

- Ya sois algo mayorcitos para hacer el idiota de esta manera – increpó Marta al par de hombres rana.

- Y tú eres más sosa que la Carbonero, nena – dijo Rubén con un timbre de voz parecido al de Marco cuando buscaba a su madre por los Andes.

Marta, Isra y Damià le miraron fijamente y quedaron petrificados al ver que Rubén parecía haber rejuvenecido 25 años en tan solo unos minutos. Rubén miró a Damià y se quedó perplejo al ver a su colega en una situación similar.

- ¡Dios mío! Ahora sois dos niños de verdad – gritó Marta algo asustada.

- Y tú te has quedado sin tetas – respondió Damià señalándola y con la misma voz que el amigo de la abeja Maya.

- ¡Mierda! Salgan del agua inmediatamente o voy a tener que darles biberón todo el camino de vuelta. ¡Salgan de una puta vez! – gritó Isra.

Marta, Damià y Rubén salieron con la vitalidad propia de los niños de 10 años, que es, más o menos, en lo que se habían convertido. Damià y Rubén trataron de vestirse con unas ropas que ahora les venían enormes. Estaban totalmente aturdidos por lo que había sucedido y por el nuevo tamaño de su pene. Marta no daba crédito a su nuevo estado. Su cerebro adulto tampoco estaba encajando nada bien ese nuevo cuerpecito de niña.

- Ahora parezco el de poli de guardería – dijo Isra tratando de poner una nota de sentido del humor desde las alturas.

- Pareces King Kong, mamón – le respondió Rubén con su nueva y ridícula voz, mientras trataba de sujetarse los pantalones.

- No me lo puedo creer – puntualizó Damià mientras Marta se sentaba en el suelo...