martes, 24 de agosto de 2010

Capítulo XXII: Soñando despierto…

El negro se fue fundiendo lentamente en blanco. Yo estaba aturdido. Recordaba muy levemente el impacto contra un insecto gigante. Mi cara contra la fría arena de la noche. Y nada más. Miré hacia el techo. Era la cosa más blanca que había visto en toda mi vida. Un hospital. Nos habían rescatado. Joder. Nos habían rescatado y estábamos en un hospital. La emoción a punto estuvo de robarme una lágrima pero antes me apresuré a ver quién coño estaba a mi alrededor. Traté de levantarme, de incorporarme, pero estaba sujeto por las muñecas a la cama. ¿Es que tengo cara de autolesionarme?

Giré la cabeza a mi derecha y pude ver a Hugo. Estaba dormido, cubierto hasta el pecho por una sábana tan blanca como el techo. No parecía malherido ni tenía conectado suero o cualquier otro aparato que pudiera indicar algo jodido. Respiraba plácidamente. Giré la cabeza al otro lado y pude ver a Juan. También estaba dormido y tapado por una sábana blanca. Pero… ¿Qué coño hacía Juan allí? Mierda, mierda, mierda… ¡Eso era imposible! Habíamos encontrado a Juan muerto y con su cabeza hicimos… Mierda, mierda, mierda… No podía ser. ¿Qué demonios estaba pasando?

Vale. Traté de ordenar mis recuerdos. Fuimos a la jodida convención. Y de regreso tuvimos el accidente. La isla. La fotocopiadora. La cabeza de Juan. La fiesta de cumpleaños. Núria. Un dinosaurio. Mis hermanos. Mis colegas. La luz del faro. La puta abeja gigante o lo que demonios fuera. Y ahora el hospital. Y Juan con la cabeza pegada al cuerpo. ¿Había sido todo un sueño? ¿Estaba soñando ahora? La cabeza empezó a dolerme un poco. Miré de nuevo a Juan. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Él también estaba mirándome fijamente.

- Hola – dije esperando que volviera a dormirse.
- Hola – contestó secamente.
- Lo siento, tío… Pensábamos que estabas muerto porque tenías la cabeza separada del cuerpo y… Joder, tío. Lo siento mucho. Estabas hecho un puzzle – traté de justificarme patéticamente.
- ¿Qué has estado bebiendo en mi ausencia? Estás fatal. Lo sabes ¿no? – contestó él con su habitual parsimonia.
- ¿No te acuerdas de nada? – pregunté esperanzado.
- Recuerdo que estábamos en el avión, de regreso a Barcelona. Recuerdo una luz blanca. Gritos. Un golpe seco. Oscuridad. Y tu cara mirándome con ojos de búho. Ha sido un despertar duro, sinceramente.
- Fuimos a parar a una playa, tío. El avión quedó hecho pedazos. Te encontramos en mal estado. De hecho, estabas decapitado… - dije tratando de no emocionarme demasiado.
- Y un gran equipo de cirujanos me ha pegado la cabeza estupendamente. Soy afortunado de poder mantener una magnífica conversación con un chalado como tú. ¿Puedes ver desde allí cuantos puntos me han puesto? – preguntó con algo de cinismo hiriente.
- No tienes puntos, Juan. Tu jodido cuello está intacto – respondí.
- Lástima. Las cicatrices siempre han tenido mucho éxito entre las chicas guapas – aventuró él meditando en voz alta.

La cabeza me estaba doliendo exponencialmente por segundos. Tuve que cerrar los ojos. El dolor se agudizaba tanto que no pude seguir escuchando lo que Juan me estaba contando. Me decía algo sobre un pase VIP de Bikini justo antes de oír claramente la voz angelical:

- Duerme, David. Debes descansar…

domingo, 22 de agosto de 2010

Capítulo XXI: Sonidos de cacahuete misteriosos…

Esther escuchó un ruido. Un ruido de esos que no te deja dormir. Era como si algo o alguien estuviera masticando cacahuetes a su lado. Demasiado cerca de su oreja como para soñar con los angelitos. Descartó a Ariadna de inmediato porque sabía que era alérgica a los frutos secos. ¿O era su hermano el alérgico? ¿Por qué una espesa nube se había instaurado en sus pensamientos? ¿Por qué todo parecía tan irreal?

Abrió los ojos y no vio absolutamente nada. Nada. Ni posible roedor, ni inexplicable monstruo, ni amigos, ni campamento… nada. Estaba echada en el suelo de una playa solitaria junto a un mar demasiado sereno. Se incorporó asustada y observó lo más rápido que pudo todo su alrededor. Su mente trabajaba lo más deprisa que podía, tratando de buscar una respuesta a una pregunta no formulada correctamente. No hacía frío. No soplaba el viento. No había olas. Era como si el tiempo se hubiera detenido. Como si estuviera encerrada en un abandonado rincón del universo. Era escalofriante.

El leve sonido que de repente escuchó, la puso en alerta roja. A unos 50 metros pudo ver la fotocopiadora que habían encontrado y una silueta irreconocible, a esa distancia, andaba pegada al artilugio. Se acercó lentamente porque había visto muchas películas de terror y sabía que correr nunca era una opción.

- ¿Ariadna? ¿Eres tú? – preguntó con un hilo de voz a la silueta.
- Sí – respondió una voz familiar sin apenas girarse.
- ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está todo el mundo? – inquirió de nuevo Esther.
- ¿Tengo cara de llevar las cuentas en esta jodida isla? – replicó Ariadna más arisca de lo común.
- ¿Ariadna? ¿Seguro que eres tú? – repitió una vez más Esther.
- No. Soy el espíritu de las Navidades Futuras que ha venido a fotocopiar a su puta madre – respondió Ariadna con la voz entre algo tomada y diabólica.

Fue entonces, a escasos 6 metros, cuando Esther supo que algo andaba mal. El sentido del humor de Ariadna nunca había sido tan sofisticado y además, su amiga, no había dicho nunca jamás tantos tacos seguidos en un intervalo de tiempo tan pequeño.

- Ariadna, gírate inmediatamente. Quiero verte la cara – ordenó acojonada.
- Creo que no es una buena idea – respondió su amiga.
- ¿Por qué salen tantas hojas de la fotocopiadora? ¿Dónde están todos? ¡Maldita seas! ¡Te he dicho que te gires! – gritó dejando a un lado la cordura.
- En eso, ves, ya estamos de acuerdo… estoy maldita – dijo girándose de repente y mostrando las caras fotocopiadas de su hermano David y de Hugo, descansando en paz. El rostro de Ariadna era diabólico, sus ojos rojos como antorchas, su sonrisa podía congelar whisky…
- Si te acercas un paso más te lleno la cara de arena, hija de puta del Infierno – dijo Esther mientras se agachaba temerosa de su suerte.

Ariadna, en un flop, se transformó en un enorme puma que voló literalmente sobre la yugular de Esther, mientras ésta regalaba a la noche uno de los gritos de terror más impresionantes de la historia de la humanidad.

- ¡Aaaaaaahhh! – gritó Esther incorporándose.
- Joder, Esther… casi me matas del susto – dijo Ariadna temblando.
- Pero ¿qué pasa? – preguntó Núria en estado catatónico.
- Acabo de tener una pesadilla horrorosa. Horrorosa – dijo Esther con un hilo de voz.
- ¿Y era absolutamente necesario compartirla con todos? – sonrió Ariadna, acariciándole la cabeza.

Antes de que Esther pudiera contar a sus amigas el contenido de su pesadilla, el sonido de la fotocopiadora se escuchó alto y claro. Era evidente que algo o alguien estaba haciéndola funcionar de nuevo…

lunes, 16 de agosto de 2010

Capítulo XX: Cielos e infiernos…

Ramón regresaba lentamente a la realidad que llevaba rodeándolo desde hacía 36 años, poco más o menos. Una realidad donde las cosas se podían tocar, oler, degustar, oír. Tardó un par de minutos en darse cuenta que estaba sobre una cama y otros dos en sentir que no podía mover manos ni pies. Trató de incorporar la cabeza con relativo éxito. Todo a su alrededor era de un blanco inmaculado. Y no estaba solo. En los escasos dos segundos que pudo sostener la cabeza, más o menos erguida, pudo comprobar que en el lugar dónde se hallaba había por lo menos media docena de camas, todas ellas ocupadas por gente que parecía dormir.

Trató de levantar de nuevo la cabeza que parecía pesarle un centenar de kilos. No le dolía. Simplemente simulaba estar llena de perdigones de plomo. Esta vez pudo sostenerla hasta cuatro segundos, tiempo suficiente como para darse cuenta que la habitación era circular y que las camas estaban ubicadas impecablemente, como múltiples manecillas de un reloj extraño. Las 12, las 2, las 4, las 6, las 8 y las 10, con los pies de todos en el centro, un centro de unos 12 metros cuadrados, aproximadamente. El escogió ser las 6 porque es un número que siempre le había gustado.

- Debes seguir durmiendo – le dijo la voz de alguien que podía ser un ángel. Y Ramón obedeció.

Isra miraba incrédulo a Marta, Damià y Rubén. Sus amigos, después del gratificante baño en el lago, habían recuperado el cuerpo que tenían a los 10 años de edad, y no estaban precisamente de buen humor. La ropa les venía entre grande y muy grande, y habían perdido la fuerza y musculatura necesaria para volver a la playa sin tener que dormir varias noches en la selva. La situación no era precisamente óptima aunque de peores berenjenales habían salido. Y al menos, Marta parecía haber recuperado las constantes vitales propias de un humano.

- Nos volvemos a la playa – ordenó Damià con su voz de niño.
- Primero debemos encontrar algo por aquí con qué atarte los pantalones, chaval – repuso Isra.
- Me los sujeto con la mano derecha hasta que encontremos una liana o algo parecido – contestó Damià que no pensaba en otra cosa que en volver al campamento y ver la cara de sus hermanos.
- Deberíamos llevarnos algo de esa agua en las cantimploras, chicos. Puede ayudar a los enfermos – dijo Rubén.
- Yo paso de volver a meterme. No quiero que me tengáis que llevar en brazos – respondió Marta.
- ¿Otra vez? – bromeó Isra que ya la había llevado durante parte del trayecto de ida como si fuera un fardo.
- Idiota – sentenció ella, sonriendo.

Isra sabía que era él el único que estaba en condiciones de entrar en el lago sin temor de necesitar pañales al salir. Fue cogiendo una a una todas las cantimploras que habían llevado durante el viaje, 6 en total, y se acercó al lago lentamente. Era sencillamente maravilloso. Entró apenas un par de metros y se sintió mejor que nunca. Sabía que debía llenar las cantimploras muy deprisa, y así lo hizo. Cuando terminó con la última, no pudo evitar echar un trago. Era el agua más rica y más fresca que había tomado en toda su vida. Salió del lago con 5 años menos, sonriendo mucho. Se sentía fuerte. Más fuerte que nunca.

- Nos volvemos para la playa, señores. Señalizaremos el camino porque aquí tenemos que volver – dijo eufórico.
- Yo me he dejado las miguitas de pan en casa, gigantón – contestó Rubén con sarcasmo.
- Lo haremos con un rotulador de punta gorda que siempre llevo cuando voy al bosque – respondió el único adulto del grupo.

Fue entonces cuando un gigantesco tentáculo emergió brutalmente de entre las aguas y agarró a Isra por una de sus piernas y lo arrastró hacia el lago…