lunes, 16 de agosto de 2010

Capítulo XX: Cielos e infiernos…

Ramón regresaba lentamente a la realidad que llevaba rodeándolo desde hacía 36 años, poco más o menos. Una realidad donde las cosas se podían tocar, oler, degustar, oír. Tardó un par de minutos en darse cuenta que estaba sobre una cama y otros dos en sentir que no podía mover manos ni pies. Trató de incorporar la cabeza con relativo éxito. Todo a su alrededor era de un blanco inmaculado. Y no estaba solo. En los escasos dos segundos que pudo sostener la cabeza, más o menos erguida, pudo comprobar que en el lugar dónde se hallaba había por lo menos media docena de camas, todas ellas ocupadas por gente que parecía dormir.

Trató de levantar de nuevo la cabeza que parecía pesarle un centenar de kilos. No le dolía. Simplemente simulaba estar llena de perdigones de plomo. Esta vez pudo sostenerla hasta cuatro segundos, tiempo suficiente como para darse cuenta que la habitación era circular y que las camas estaban ubicadas impecablemente, como múltiples manecillas de un reloj extraño. Las 12, las 2, las 4, las 6, las 8 y las 10, con los pies de todos en el centro, un centro de unos 12 metros cuadrados, aproximadamente. El escogió ser las 6 porque es un número que siempre le había gustado.

- Debes seguir durmiendo – le dijo la voz de alguien que podía ser un ángel. Y Ramón obedeció.

Isra miraba incrédulo a Marta, Damià y Rubén. Sus amigos, después del gratificante baño en el lago, habían recuperado el cuerpo que tenían a los 10 años de edad, y no estaban precisamente de buen humor. La ropa les venía entre grande y muy grande, y habían perdido la fuerza y musculatura necesaria para volver a la playa sin tener que dormir varias noches en la selva. La situación no era precisamente óptima aunque de peores berenjenales habían salido. Y al menos, Marta parecía haber recuperado las constantes vitales propias de un humano.

- Nos volvemos a la playa – ordenó Damià con su voz de niño.
- Primero debemos encontrar algo por aquí con qué atarte los pantalones, chaval – repuso Isra.
- Me los sujeto con la mano derecha hasta que encontremos una liana o algo parecido – contestó Damià que no pensaba en otra cosa que en volver al campamento y ver la cara de sus hermanos.
- Deberíamos llevarnos algo de esa agua en las cantimploras, chicos. Puede ayudar a los enfermos – dijo Rubén.
- Yo paso de volver a meterme. No quiero que me tengáis que llevar en brazos – respondió Marta.
- ¿Otra vez? – bromeó Isra que ya la había llevado durante parte del trayecto de ida como si fuera un fardo.
- Idiota – sentenció ella, sonriendo.

Isra sabía que era él el único que estaba en condiciones de entrar en el lago sin temor de necesitar pañales al salir. Fue cogiendo una a una todas las cantimploras que habían llevado durante el viaje, 6 en total, y se acercó al lago lentamente. Era sencillamente maravilloso. Entró apenas un par de metros y se sintió mejor que nunca. Sabía que debía llenar las cantimploras muy deprisa, y así lo hizo. Cuando terminó con la última, no pudo evitar echar un trago. Era el agua más rica y más fresca que había tomado en toda su vida. Salió del lago con 5 años menos, sonriendo mucho. Se sentía fuerte. Más fuerte que nunca.

- Nos volvemos para la playa, señores. Señalizaremos el camino porque aquí tenemos que volver – dijo eufórico.
- Yo me he dejado las miguitas de pan en casa, gigantón – contestó Rubén con sarcasmo.
- Lo haremos con un rotulador de punta gorda que siempre llevo cuando voy al bosque – respondió el único adulto del grupo.

Fue entonces cuando un gigantesco tentáculo emergió brutalmente de entre las aguas y agarró a Isra por una de sus piernas y lo arrastró hacia el lago…

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