sábado, 12 de junio de 2010

Capítulo X: La mañana también puede ser misteriosa...

Luisa abrió los ojos y su mirada se clavó en el mar. Un mar en calma que parecía irreal. Las olas acariciaban la orilla como si de un perro fiel se tratara. No quería, ni por un momento, pensar que aquello era el paraíso. O el mismísimo infierno. Se incorporó y pudo ver cómo la playa estaba cobrando vida por momentos. Era difícil de explicar esa metáfora de la vida. Los improvisados campamentos bostezaban cansados, estiraban sus brazos al cielo, resurgían de la dura y accidentada noche. Era casi poético.

- Lo bien que me iría ahora mismo un par de brazos para cocinarme unos huevos con panceta – dijo Rodolfo amargamente.

Luisa no recordaba en qué momento exacto Rodolfo se había unido al improvisado campamento. Campamento que, por cierto, compartía con una paisana, Silvia, y con otra chica de Barcelona que se llamaba Rosa. Rodolfo les dio un poco de pena cuando apareció, arrastrándose por la arena como el gusano de los marines yanquis y suplicando auxilio entre susurros y escupitajos de arena.

Una vez más calmado, les explicó que había escapado de las terribles garras de un tipo llamado Carles, un desalmado que lo quería vender como hamburguesas a una mujer llamada Antonia, más conocida como la Cocinera del Inframundo.

Por supuesto, no creyeron ni una palabra de semejante historia pero le dejaron quedarse porque, en cierto modo, se parecía a Gusiluz. Rodolfo era un tipo entrañable, aunque tuviera la forma de una plancha de surf. Luisa no sabía justificarse desde el buen corazón pero casi se alegraba de que el tipo no tuviera brazos porque eso implicaba no tener manos. Y eso, por algún motivo oculto, era bueno. Rodolfo tenía una mirada entre picarona y pervertida. También roncaba mucho.

- ¿Habrá que comer algo, no? – insistió Rodolfo.
- ¿Por qué no tratas de pescar algo? – contestó Luisa con una sonrisa.

Rosa se había levantado diez minutos antes. Tenía ganas de pasear, a pesar del dolor en el tobillo derecho. Miraba de vez en cuando su móvil, por si recuperaba cobertura o recibía algún SMS… o ambas cosas. Era impresionante ver los grandes pedazos del avión esparcidos por la inmensa playa. A un lado el mar. Al otro esa selva que se antojaba peligrosa. Y Mónica, a escasos 50 metros, junto a la selva, bailando La Macarena. La visión de su amiga hubiera sido motivo de alegría en infinitos momentos de su vida. Sin embargo esta vez, Rosa, sintió un escalofrío recorrer toda su columna vertebral.

- Mònica se quedará con las niñas. Ella pasa de Facebook – había dicho Damià cientos de veces.

Y Mònica se quedó en Barcelona. Y Mònica no vino a la convención. Mònica jamás subió al avión. Así que Rosa tenía motivos suficientes como para no correr de alegría hacia donde su amiga seguía bailando con ritmo frenético la obra maestra de Los del Río. Rosa sintió un extraño mareo, el dolor en el tobillo se hizo más intenso y finalmente se desvaneció sobre la arena de la playa…

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